Leonardo Castellani: Sobre buena y mala apologética

volver al listado: aquí 

'Sobre buena y mala apologética' 

Yo soy de una ciudad que como estrella
brilla en la noche sobre un alta loma...
Más antigua que el mundo y aún doncella
grande a la vez Jerusalén y Roma.
Su pie en la piedra y su pupila bella
la luz por sobre las estrellas toma.
La ciudad del Gran Rey, que es cielo y suelo,
¡Venid, oh gentes que buscáis consuelo!
                           JERONIMO DEL REY 

El traductor de la obra 'Die Kirche Unserer Glaubens', de Ludwig Koerster, R.P.J. Armelin, S.J., me pide, en nombre de nuestra vieja amistad, que quiera presentarla a los lectores sudamericanos, a pesar de mi poca competencia en la materia. Esta materia no es otra que la apologética.

Añado en seguida, antes de que algún lector se alarme: el presente libro es un tratado sobre la Iglesia. Es un tratado de Teología Fundamental sometido al riesgoso módulo de la vulgarización. Es exactamente el segundo de los dos tratados que en el comienzo de los estudios teológicos se designan con el nombre de Teología Fundamental o Introductoria. En él se entiende reducir a edificio sistemático —por medio de la argumentación discursiva y demás aparato técnico de esa ciencia— el gran hecho histórico-teológico, actual y eterno, de la existencia de la Ciudad sobre el Monte. Con el cardenal Deschamps, Maurice Blondel, De Grandmaison S.J. y otros, creemos hace tiempo que este gran hecho bien pensado, basta; y que sin este hecho bien pensado (pensar es pesar en latín) nada vale en apologética.

A algunos argentinos alarma o fastidia este pesado hexasílabo griego: apologética; y no sin razón de todo, ¡vive el cielo!, porque existe considerable cantidad de mala apologética. Si se nos permite recordar cosas propias, el primer ensayo publicado en nuestra vida (1) —hace hoy justo diez años, Criterio, 1928, 'Un libro cabal'— versaba sobre un libro de buena apologética, el JESUS-CHRIST, de Léonce de Grandmaison, que estudia con rigor científico el otro hecho históricoteológico fundamental, que es la existencia y la figura del Fundador divino de la Iglesia.

Es el otro tratado de la Introducción a la Teología, el tratado DE VERA RELIGIONE. En aquel ensayo juvenil aventuramos un chiste de dudoso gusto, al decir que en el idioma inglés apologética significa disculpa o excusa (to apologize); y que, en efecto, muchos de los libros que hoy día emplean o usurpan ese título, empezando por los sosos manuales que nos hicieron sudar en el colegio, medio justifican la sajona semántica. Y bien; hoy aún, después de diez años de experiencia y lectura, no nos atrevemos a retirar el chiste de mal gusto, mal visto de algunos. En el fondo del alma sentimos que M.N., T.T., R.H., R.A. —pon, lector, los nombres que te parezca- no son libros eficaces para dar fe, ni para conservar la fe, ni para ilustrar la fe, ni para defender la fe.
Ella no crece en el ruido de las disputas, ni se defiende a batacazos.

Estos de que hablo —y no nombro, por si los conoces— son, lector amigo, libros hechos con retazos mal hilvanados de varias ciencias, como Historia, Filosofía, Teología, Biología, Psicología, etcétera, sin el método ni el rigor de ninguna, llenos de objeciones y respuestas, y que no pertenecen a género literario alguno —a no ser tal famoso 'genre ennuyeux'— , pues no son ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni teología, ni polémica, ni controversia, ni nada de cuantas cosas limpias y honestas puede crear la mente del hombre. Son excusas, son disculpas, son pidelástimas, son discusiones interminables, aunque siempre vencedoras, con contrincantes que no existen.

Justamente, hojeando estos días el precioso libro de las memorias argentinas de William H. Hudson —ese inglés acriollado que con su FAR AWAY AND LONG AGO (1) conquistó nuestro país para la literatura inglesa mucho más noblemente que sus paisanos capitalistas con sus ferrocarriles para el imperio inglés—, hallamos en el capítulo XXIII una pintoresca ilustración de lo que decimos. Narra el anglogaucho Hudson una profunda crisis espiritual sufrida con ocasión de una enfermedad grave, en la cual su ansia de inmortalidad — ¡oh Unamuno!— lo llevó a meditar afanosamente sobre la fe religiosa, y a desearla y pedirla. Buscó auxilio a su oscuridad en los libros de apologética, y...
He aquí sus palabras:
“No es de extrañar que en tales circunstancias me dedicara cada vez más a la literatura mística: teología, sermones y meditaciones para cada día del año, 'El Deber Completo del Hombre', 'Un Llamado a los Incrédulos' y otras obras por el estilo... Entre ellas encontré un tomo titulado, si mal no recuerdo, 'Una Replica al Hereje.' Sobre esta obra puse manos y ojos con entusiasmo, en la esperanza de ahogar las dudas enloquecedoras que asaltaban sin cesar mi mente. Confié en que sería de consuelo y ayuda para mí. Sólo sirvió de empeorar las cosas, al menos por cierto tiempo. Porque aquel volumen me inició e instruyó en los argumentos de los librepensadores, tanto de los deístas que opugnan el credo cristiano, como de los incrédulos que combaten toda, religión. Y las refutaciones a dichos argumentos no siempre lograban su objeto...

Y termina el buen Hudson de este modo su capítulo: 
“Sufrí otros golpes de esta clase. Cuando evoco esta triste época, me parece increíble que tal endeble fe en la religión haya podido resistir, y que la lucha aún siguiera, como siguió y como sigue todavía...
“Para muchos de mis lectores —aquellos que se hallan interesados por la historia de la Religión y sus repercusiones en la mente humana (o sea su psicología)—, todo lo que he escrito sobre mi estado anímico les parecerá cuento resabido, desde que millares de hombres han pasado análogas experiencias y las han narrado en innumerables libros. Pero aquí debo recordar que en los días de mi juventud no habíamos caído todavía en la indiferencia y en el escepticismo que ahora pervade el mundo todo. En aquel tiempo la gente tenía creencias profundas o al menos no ostentaba lo contrario; y aquí en Inglaterra, centro y cerebro del orbe, los campeones de la Iglesia empeñaban mortal contienda con los dariwinistas. Yo ignoraba todo eso. Carecía de libros modernos. Los contenidos de mi biblioteca databan de cien años atrás. Mi lucha empleaba armas herrumbradas. 
Por eso la he revelado. No dudo que mis angustias religiosas fueron más grandes que en otros casos similares, a causa de esta especial circunstancia que apunto...”.

Otro testimonio convergente con el del gaucho Hudson podrían ser las palabras de fray Agustín Gemelli, rector de la Universidad Católica de Milán, a un grupo de estudiantes y profesores españoles (El Debate, 1931). La verdadera apologética —dijo más o menos el sabio franciscano—, o es la genuina ciencia sagrada, o es alguna de las ciencias profanas cultivada a fondo, que siendo mucha ciencia siempre llega a Dios, según la profunda palabra del canciller Bacón. La otra apologética, yo no creo mucho en ella, dijo Gemelli.

Y es que en la primera literatura cristiana, los apologéticos de Tertuliano, Lactancio y Orígenes eran verdaderas defensas, como lo pide la etimología (opologuéomai), contra adversarios verdaderos, a los cuales se rebatía a veces verdemente, al mismo tiempo que se les proporcionaba noción somera, magüer fuese aproximada o metafórica, de los misterios cristianos por ellos mal entendidos. 
Esta suerte de apologética genuina y primitiva ha sido practicada en nuestros días durante casi todo el curso de su larga y fecunda vida por el magno periodista que fue G. K. Chesterton, por ejemplo, controversista genial, humoroso y amable, que se dio el quehacer de enseñar a sus paisanos el catecismo patas arriba, el catecismo en negativo, es decir, a través de las gansadas suavemente jocosas que él atrapaba alegremente en los que no saben el catecismo... “What they don’t know”, como él decía. Esta es una de las dos grandes apologéticas genuinas que existen: la polémica acerada, cortés y mortal como un duelo, con adversarios existentes de igual categoría al apologeta. Su género es controversia.
Llamémosla apologética aplicada o artística.
El otro género de apologética genuina es la apologética pura o teológica. Ella está en los apologéticos primitivos arriba citados, en forma embrionaria. Ella es o debe ser la exposición de todo el dogma cristiano, tal como puede ser visto desde afuera por el que está afuera, por el que carece del don de la Fe. Esta exposición no puede ser otra cosa aue la teorización parcial o total del magno hecho históricoteológico de la Iglesia Visible, como respuesta a la instintiva pregunta del Hombre en busca de la Verdad religiosa.

Son los dos grandes hechos, uno externo, otro interno, que al encontrarse, abrazarse, conjugarse, originan el fenómeno de la conversión. Sobre ellos, como sobre un eje, debe girar necesariamente toda tentativa de conducción hacia la fe. El Concilio Vaticano lo indicó, al definir, por una parte, la obligatoriedad de la búsqueda de la religión verdadera, y por otra, la capacidad del “milagro moral” de la Iglesia para sancionar y saciar esa búsqueda, lo cual es un fenómeno psicológico normal en este 'animal religiosum' que es el hombre.

"Ut autem officio veram fidem amplectendí in eaque constanter perseverandi satisfacere possimus, Deus per Filium suum Unigenitum Ecclesiam instituit, suaeque institutionis manifestis notis instruxit, ut ea, tamquam custos et magistra verbi revelati, ab omnibus posset agnosci... Ecclesiam per se ipsa, ob suam nempe admirabilem propagationem, eximiam sanctitatem et inexhaustam in omnibus bonis fecunditatem, ob Catholicam unitatem invictamque stabilitatem, magnum quoddam et perpetuum est motivum credibilitatis, et divinae suae legationis testimonium irrefragabile" (Concilio Vaticano).

Hay este hecho en el fondo del alma humana, que es la tendencia inevitable, la sed inextinguible hacia la Verdad absoluta y la Vida sin término; hecho universal, sempiternal, profundísimo. Hay otro hecho en la Historia de la Humanidad, que es la presencia en toda ella de una sociedad que proclama como suya la posesión de esa verdad, por medio de toda clase de signos y testimonios maravillosos. Estos dos hechos son la base ineludible de toda adhesión a la Fe, la cual no es la mera admisión intelectual de una teoría, sino el aferrarse a una actitud y dirección vital con todas las fuerzas del alma. Heidegger ha definido al hombre como el animal que conoce de antemano la muerte; Unamuno lo ha definido como el animal que no puede resignarse a la muerte. La Religión es la solución al problema de la Vida y la Muerte. Esa solución no puede hallarse sino en una sociedad, siendo el hombre animal social por excelencia. Toda invitación a ella presupone la percepción de esa tal Sociedad, que, desafiando a la muerte en el orden histórico, da prendas de que posee en sí el desafío victorioso a la muerte en el orden trascendentalpersonal.

Sólo una Sociedad inmortal puede enseñar al Hombre su inmortalidad:
Mi insegnerete come l’Uom s’india...
(Me enseñarás cómo se endiosa el Hombre...).
-Dante

Que el presente libro de Koerster sirva para dar a conocer esa Sociedad a los que en nuestro país sienten esa hambre, esa sed. De él puedo decir que está escrito con la prolijidad, exactitud y profundidad de que se honran los profesores alemanes, y está traducido con la escrupulosa fidelidad al texto, la claridad castellana y la acomodación del genio idiomàtico capaz de dar la trasposición honesta posible en tan difícil materia y en dos lenguas tan diversas y tan soberanas.

Leonardo Castellani

-(1) Incluido en 'Crítica literaria', Volumen IV de la Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, año 1974, Buenos Aires p. 219. (N del E.).
-(2) Traducido recientemente por F. Pozzo: 'Allá lejos y hace tiempo', Peuser, Buenos Aires, año 1938.

Transcrito de 'Nueva crítica literaria

volver al listado: aquí 

No hay comentarios:

Publicar un comentario