Leonardo Castellani: Revolución (I y II, Cabildo, junio-agosto 1944)

'Revolución' 

I

A una negrita que yo conocí la habían bautizado Blanca. A esto que ha pasado aquí lo han llamado Revolución. Yo no pretendo cambiarle el nombre. Pero me gustaría que se explicase bien qué clase de Revolución es, en este caso. Las palabras soportan todo; pero si uno le pierde demasiado el respeto a las palabras, nunca sabe dónde va a ir a parar su cabeza. Si empezamos por llamar Revolución a la Redención de Jesucristo, mientras la gente sigue llamando Revolución —y tiene derecho— a la Española de Azaña, a la Rusa de Lenin y a la Francesa de Robespierre, no ayudamos mucho a disipar el embrollo increíble que la mala educación ha producido en la cabeza argentina. Cuando a una palabra se le hace significar todo, acaba por no significar nada. Yo me pregunto qué definición puede abarcar a la vez la Redención de Jesucristo, la Revolución Francesa y la Revolución de Septiembre del 30. 
Que el vulgo bautice a sus hijos como quiera, pero los que tienen obligación de enseñar, ¡caramba!; si le traen a un cura a bautizar las quintillizas Diligenti, que no las denomine a la brasilera Quintupleta, Pentámera, Cinquea, Fivelisa y Agripina. Que proponga los nombres cristianos de las cinco vírgenes hermanas que martirizó el juez Félix en tiempo de Diocleciano, a saber, Marta, María, Melisa, Amelia y Amaranto. El cristiano debe respetar las palabras porque cree en la Encamación de la Palabra.

Entretanto, el pobre encargado en Cabildo de la policía de los conceptos se desespera viendo la desbandada de las palabras. Por momentos se siente tentado de refugiarse en el silencio. Su misión se vuelve aterradora en tiempos de niebla y polvareda. En otros tiempos había cantado confiadamente:

     Dios no me ha dado pan que repartir
     Templo que hacer ni enfermo que curar
     Tan sólo la misión de ver salir
     El sol cada mañana sobre el mar
     No me mandó ayudar a bien morir
     Sino a saber vivir y me hizo dar
     El verbo inteligible que formar
     Y qué decir sabiéndolo decir...

Pero ahora ya no sabe cómo formar y cómo decir el verbo inteligible. Ve que se está volviendo vano y hasta altamente peligroso en el medio argentino predicar doctrinas. Se ha perdido el estilo, se han falsificados los 'ethos', el terrible fenómeno de “la confusión de las personas” que lloraba el Dante se ha producido con caracteres universales, y no queda ninguna doctrina que no pueda ser falsificada, desde que la misma doctrina católica se falsificó en esa terrible herejía moderna llamada modernismo. La última falsificación que me han contado es una de distintivos de la Acción Católica. Francamente yo quitaría todos los distintivos de la Acción Católica, y dejaría que los católicos se distinguiesen solamente por eso: por su acción. Los receptores están tan descompuestos que usted trasmite una melodía —según piensa— y ve luego con asombro que han recibido un barullo. Se malentiende lo más sencillo y se buscan alusiones personales siniestras en las tesis generales.

   —¿Cómo se atreve usted a aludir irreverentemente al Super Archisinagogo del Tibet?
   —Dispense, patrón, no lo conozco, ni sabía que existía. Yo siempre hablo en tesis general, aunque naturalmente procuro hablar de la realidad. Si seguimos así, no se va a poder hablar. ¿Quién predica en un loquero?

Y sin embargo, hay una manera de predicar que vale hasta en un loquero, y son los hechos. Hay que rogar a la Luz Increada que le dé a uno la palabra que es un hecho, como dicen del Hijo de Dios, que sus hechos eran palabras y sus palabras eran hechos. El mismo fue el Logos hecho carne, la Verdad en un cuerpo y alma de Varón, la gran Idea-Hecho que soñara Platón. Un hecho no se falsifica, él existe. La mejor manera de predicar la fe cristiana es ser un hecho cristiano. La mejor manera de enseñar a Cristo es hacerse otro Cristo, aunque sea —si uno no puede más— un pobre cristo.

El hecho del 4 de junio consistió en un alzamiento militar con una promesa de Restauración Nacional. Mi opinión personal acerca de esa promesa es que está en un azaroso comienzo de cumplimiento. Por ahora debe seguir llamándose Revolución. La Historia lo llamará un día, o bien Restauración, o bien Golpe de Estado del 4 de junio. Pero la palabra Revolución comienza a usarse en el siglo XVIII con la gran convulsión social empezada en el Golpe de Estado del Frontón (Jeu de Paume) en que el Estado Llano, miembro legal de los Estados Generales de Francia, se insubordina y se atribuye ilegalmente la soberanía o al menos la independencia de las otras instancias gubernativas.
Allí comienza propiamente la Revolución Francesa, fenómeno sumamente vasto y complicado, cuyo nombre estamos aplicando por un abuso verbal a todo cuanto cambio brusco con pretensiones de profundo se verifica en la posesión de algunos de los instrumentos sociales del poder. 
Este abuso verbal comenzó cuando un socialista le dijo a Donoso Cortés: “Jesucristo fue el primer Revolucionario del Mundo” a lo que contestó el orador español: “Es cierto. Pero Jesucristo no derramó más sangre que la suya”. Si así como era orador hubiese sido filósofo y santo, con una puntita de hombre de acción —como el padre Meinvielle— le hubiese respondido brevemente: “¡Un cuerno!” Y le hubiese escrachado la cara de un sopapo, librándolo a él de un error y librando a la humanidad para siempre de esa necedad de empastelar los conceptos, que es propia de los oradores. De los oradores socialistas, siempre; de todos los oradores, a ratos.

En esa clase de revoluciones como la Revolución Francesa son especialistas los socialistas. Allí jamás los venceremos: porque ellos las inventaron. Nosotros somos especialistas en Restauraciones y Regeneraciones; las cuales en efecto se hacen con sangre propia: si lo sabré yo a estas horas. Jesucristo no revolucionó nada, ni siquiera se enteraron en la Casa de Gobierno de que había existido; quiero decir, en el Palacio de Tiberio en Capri. Jesucristo regeneró la Humanidad y “restauró todas las cosas en el cielo y en la tierra”, dice San Pablo, 'in proprio sanguine', sin cambiar ningún gobierno, sin apoderarse de los instrumentos temporales del poder, lo cual es el objeto de toda revolución, y la define. No mezclemos, pues, a Jesucristo donde Él no quiso mezclarse. Y definamos el término revolución.

Sociológicamente revolución significa la revuelta de las masas contra la autoridad, y más precisamente el revuelco social de tipo democrático como la Revolución Francesa de 1789 y la Rusa en 1917. Es un fenómeno contemporáneo. En la antigüedad tales conflictos no existían, a no ser embrionalmente en algunas herejías, como los albigenses. 
Las revoluciones nacían entonces de una rivalidad de jefes, pasaban en el seno de un élite y el papel del pueblo o del ejército tenía carácter instrumental. Los legionarios combatían por Syla o por César. O por lo menos, si existieron levantamientos del tipo popular (Espartaco, la Jacquerie, la revuelta de los colonos alemanes), todos ellos abortaron y fueron atrozmente reprimidos, lo cual vuelve su estudio sociológico menos fértil en enseñanzas que el de las convulsiones recientes, que pudieron gracias a su triunfo madurar sus frutos. Estamos, en efecto, en la edad de oro, en que los pueblos llegados a mayor edad —“naciones núbiles” que decía Víctor Hugo— cambian ellos mismos sus destinos —tal como se lo indica un pequeño grupo de conductores, que les hacen ver qué es lo que deben hacer si quieren alcanzar el Paraíso en la Tierra.

La aguja pasa y queda el hilo. Lo político pasa y queda lo moral. Pero si la aguja no tiene hilo, pasa la aguja y no queda nada. Claro que no se puede coser sin aguja; pero mucho menos se puede coser sin hilo.
Así también tiene que ocurrir con este Pronunciamiento que requiere ser Restauración y provisoriamente se llama Revolución. Si tiene un contenido moral, coserá algo; si no lo tiene no coserá nada, y es muy probable que nos deje cocidos. Se convertirá en “revolución sudamericana”, como dijo Augusto Comte que se convierte todo gobierno militar en América. Mejor hubiera podido decir en el mundo moderno.

Yo doy gracias a la Providencia de haber pasado dos años como interno —no como internado— en el Manicomio de Santa Ana de París, lo cual me ha habilitado enormemente a entender al mundo moderno. Según los psiquiatras hay actualmente en Buenos Aires 50.536 locos sueltos, sin contar los que no entran en las estadísticas. Este hecho simple hace sumamente peligrosas en la Argentina todas las cosas que pueden interpretarse a lo loco, empezando por las Revoluciones y acabando por las conferencias y los artículos.

Yo no niego que sea lícito dar una conferencia o escribir un artículo con greguerías o juegos de palabras en una sala de Buenos Aires, donde según el cálculo de probabilidades tiene que haber por fuerza 2 ó 3 de los 50.536. Pero afirmo que hay que tener cuidado exquisito, y estar seguro de que ésa es la misión que uno tiene de Dios; porque de lo contrario puede salir de allí algún taita de los 50.000 con una palabra atravesada, entenderla al revés, sacar un revólver y empezar a tirar tiros al aire. Hay que inventar o restaurar de nuevo las conferencias en silencio. Las conferencias en silencio son las buenas obras. No conoce el arte de escribir artículos el que ignora el arte de romper un artículo.

Esta meditación la hice el domingo pasado a la mañana para determinar si debía o no seguir escribiendo artículos. Como ven ustedes el resultado fue otro artículo.

Leonardo Castellani 
Cabildo, Buenos Aires, Nº608, 16 de junio de 1944.
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II

Un amigo nos replica victoriosamente desde Comodoro Rivadavia a nuestra nota llamada 'Revolución I' en que poníamos en tela de juicio la exactitud lingüística de esa palabra aplicada a la patriada del 4 de junio: afirmándonos con resolución que esa patriada no es otra que la Revolución de Mayo de 1810, continuada.
Entonces sí que es revolución y medio, no hay duda; pero ¿dónde estuvo escondida tanto tiempo? Me hace acordar a aquel napolitano que le estaba pidiendo una gracia a San Antonio de Padua, y San Antonio no se la concedía; por lo cual se fastidió el taño tanto que pensó darle una paliza al santo. Entretanto el cura que había olido algo y no quería exponer su estatua mayor, la hizo cambiar esa noche y poner en el altar otra estatuita ordinaria de medio metro. Vino al otro día el taño con un garrote escondido y al llegarse al santo chiquito, le dice: “¡Ché! ¡Sant’Antoniol ¿Está tu papá?" Así, a esta revolución chiquita que hemos hecho —es decir, que yo no he hecho más que verla hacer—, hay que recordarle entonces su imagen grande y decirle de vez en cuando: ¡Ché! ¡Revolución! Acordáte de tu mamá. Por lo demás el folleto de Amancio González Paz: 'La Revolución y las revoluciones', no lleva otra intención que ésta, está muy bien escrito, es una buena homilía aunque sea soñada, y quien la entienda al revés es un arrevesao.

Es cierto que si la Revolución de Mayo consistió en separar el cuerpo político de este virreinato del cuerpo total del ibérico reinado sin matar el alma, o como dijo Avellaneda: “romper con su Rey tomando gran precaución de no romper con su Dios”, la tarea que nos aguarda de recuperación económica y restauración del alma nacional es singularmente parecida a la de los hombres del 10; menos violenta, quizá más compleja.
Tenemos que desempeñar del Banco Internacional de Préstamos la seda y el oro solar de la bandera argentina, la cual no ha sido atada al carro triunfal de ningún triunfador extranjero, por cierto; pero ha sido hipotecada sigilosamente por varios prestidigitadores felones, voraces y enteramente desmadrados, como dicen los paisanos.

Nuestra tarea es más compleja y bemólica; y requiere, más que arrojo, inteligencia, como dijo el otro día el doctor Cárcano; aunque el arrojo nunca está de más. No se puede acusar de cobarde a ningún prócer argentino, ni siquiera a los próceres liberales, que no fueron nunca del todo liberales —y el ejemplo neto es ese mismo Avellaneda—; y en la variable medida en que no fueron liberales, fueron buenos gobernantes.
Pero se puede acusar al argentino en general de impreparado, ingenuo, dejado, improvisador y siestero. No se hubiese verificado la enajenación de la economía nacional, si no hubiesen faltado sabios y técnicos; no hubiesen faltado sabios y técnicos, si no hubiese fallado la instrucción pública. La falla de la instrucción pública argentina es una falla profunda, que no se remedia ni con exoneraciones ni con traslados de maestros solamente. 
Así lo confiesa hasta el mismo Caballero de la Ardiente Espada José Luis Torres cuando después de afirmar en este diario, el 4 de mayo de 1944, que “nadie mejor que los argentinos para manejar los asuntos argentinos”, añade: “El pueblo argentino es uno de los más inteligentes de la tierra; y lo único que le falta es aquélla codicia desenfrenada, que se ha lanzado sobre la despreocupación y la generosidad argentina como un Atila sobre campos de promisión, abandonados por pura generosidad [¡hum!], por imprevisión [¡hola, hola!] y acaso por falta de cultura fundamental".

Sin “acaso", compañero. Rompimos la tradición de nuestra cultura; y lo mismo que los hombres, las naciones no pueden ser libres sino empezando por la cabeza. La introducción de la escuela laica, protestantoide y extranjerizante, y el monopolio estatal de la enseñanza, atrasaron y anemiaron nuestra educación. Yo confieso que siento en la subconciencia —¿o es que no se siente en la subconciencia?— una especie de secreta y nefanda connivencia con la idea de Bemberg de no pagar los millones al Consejo de Educación en el tiempo en que Bemberg la tuvo; porque en ese tiempo el Consejo no educaba. Pero en este tiempo de ahora tengo connivencia no secreta más enteramente 'fanda' con el doctor Olmedo, verdadero prócer civil tan valeroso como cualquier prócer militar, hombre de ley y de justicia, padre legal actualmente de millares de escolaritos argentinos, y padre bondadoso pese a todas las apariencias. No que el Consejo de Educación eduque tampoco ahora; pero está en camino de poder llegar a educar.

El Consejo Nacional de Educación ha sido hasta ahora una gran máquina de colocar, trasladar, pagar, reprender y exonerar maestros y programas nuevos. Puede ser que en Buenos Aires eso sea educar; en mi tierra eso no es educar.
No puede crear un maestro bueno; puede a lo más castigar a uno muy malo, a veces. Antes era una máquina que funcionaba contra los cristianos, ahora usted la puede hacer funcionar contra los judíos, si tal es su militar gana; pero no la puede hacer sembrar, porque es una máquina de segar. La siembra de frases escogidas que hizo el 25 de Mayo, no dio buen resultado. En cuanto a segar, el mismo segar lo hace medio a lo grueso. Los actuales manejantes no tienen la culpa: la máquina la han recibido hecha; y encima, descompuesta.

Al menos ésa es la idea que tenemos nosotros, los provincianos de Estanislao López, que la estamos viendo funcionar desde chicos en la tierra del quebracho y del maní: tierra linda. Allá sabemos de trilla y allá opinamos que no hay que complicar ni cargar todavía más la máquina, sino al contrario. Hay que descentralizar la enseñanza y no burocratizarla más. Probablemente para vitalizarla, hay que federalizarla. Cada día me siento más federal. Llevo en el gabán una escarapela blanquiazul con flámula roja, la bandera de López y Artigas, que allí me cosió mi madre; y un día un vigilante me la quiso quitar ¡por comunista!, porque estos porteños creen que ¡ellos solos! existen en el mundo. 
Uno de los absurdos más chillones que existen en la enseñanza es que el maestro provincial tenga menos de la mitad del sueldo que el maestro nacional, sin más razón que ésa, la del nombre que lleva de provinciano, como si fuesen enemigos. 
De ese modo la Nación —o mejor dicho, la Capital y no la Nación— hace la competencia y —digamos la verdad— la guerra a la enseñanza de origen provincial, diametralmente en contra del precepto constitucional que le manda fomentar la enseñanza primaria en las provincias, lo mismo que la enseñanza fiscal hace de hecho la guerra a la enseñanza privada. Y bien, la escuela primaria, que debe ser la más paterna posible, como prolongación que es del hogar paterno, cuanto más se aleja de su centro natural, más se deseca y más susceptiva se hace del virus, la polilla y la carcoma. ¡Déle cortar carcoma! ¡No la dejen entrar, canario!

El domingo 2 de julio don Esteban Piacenza habló delante del presidente de la Nación en nombre de la Federación Agraria Argentina. El gringo tiene elocuencia natural; pero naturalmente no tiene preparación para resolver los grandes problemas gubernativos, sobre todo cuando no son agrarios. Parecía un pedazo de tierra hablando. Dijo que había que suprimir todas las escuelas provinciales y convertirlas todas en nacionales, a fin de simplificar la escuela. Pero la escuela argentina no se debe simplificar, se debe diversificar. Piacenza habla como un chico enfermo, que pide remedio a lo  que le duele —y realmente se ve que le duele—, pero ¿cuál es el remedio? Él no lo sabe. 
Todos los que propuso son remedios simplistas, do esos que se le ocurren naturalmente al vulgo. Se queja de que la Escuela Provincial está dominada por la politiquería; y rabioso quiere suprimir la Escuela Provincial. ¿No es mejor suprimir la politiquería? Y de la politiquería nacional, ¿que me cuenta? No, la escuela argentina está apolillada porque le falta vida. Le falta vida por haber sido contranatura estatizada y burocratizada. No va a cobrar más vida aumentando las causas que le menguaron la vida. Todo lo que se está haciendo, que es poco, está muy bien si consiste en atacar síntomas para llegar al diagnóstico, poner puntales en lo más tambaleante y abrir un gambito atrevido; pero si no llegamos a la cura magistral, a la consolidación de los cimientos y al jaque mate, todo pasará como si nada, y quedaremos puede que peor que antes.

Leonardo Castellani 
Cabildo, Buenos Aires, Nº654, 5 de agosto de 1944.

Transcrito de 'Las canciones de Militis

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