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LIBROS POLÍTICOS
Para contrarrestar la corrupción de la Argentina política se necesita una cosa superior a la política; que, sin embargo, haya salido de ella y mantenga contacto. Esta es una ley biológica general que preside desde los sueros contravariolosos y antiofídicos hasta la reforma de Ordenes relajadas: el veneno es digerido por una sangre sana, la cual se vuelve espirituosa y limpia la otra sangre infectada. Que hay una infección profunda en la Argentina, nadie puede dudarlo, que lea los dos grandes panfletos acusatorios de J.L. Torres y Benjamín Villafañe: Los perduellis y La tragedia argentina.
Sale uno de su lectura como de una pesadilla, Representan dos documentos interesantísimos, puesto que prueban de modo crucial el fracaso definitivo e indudable del régimen parlamentario-liberal entre nosotros como forma política argentina y moderna. En efecto, los dos escritores son justamente dos parlamentarios honestos, el tipo de parlamentario perfecto que han luchado, digamos quijotescamente (por no prodigar los adjetivos próceres) contra la corrupción política del país con medios estrictamente parlamentarios. La amargura violenta que llena los dos libros (despreciable a los elegantes) es indudable signo demostrativo en el orden psicológico del principio que estampé arriba; así como el orden jurídico se apoya en el orden moral, y todos los juristas del mundo con las leyes más refinadas no ordenarían un país de hombres depravados; así el orden político se apoya en el orden religioso y toda sociedad real toma consistencia de una religión verdadera, de una religión falsa, o de los restos monstruosos de ambas. Lejos de haber contrariedad esencial entre la mística y la sociedad, como la tesis maniquea de Grey Eminence de Huxley pretende, toda sociedad ha sido organizada por la mística.
Enrique Bergson se pasó la vida probando esto: que todo vivir es una espontaneidad creadora que monta continuamente mecanismos a guisa de instrumentos inmanentes, que ese mismo vivir informa; llámense materia, cuerpo, reflejos, automatismos, hábitos, memoria, sistemas cerrados, éticas sociales, instituciones jurídicas, códigos, constituciones, formas sociológicas. Entre un extremo que fuese pura libertad creadora (que no existe sino en Dios) y otro que fuera pura inercia (la insubsistente materia prima de Aristóteles) se sitúan todos los grados de la Vida, la cual será menos máquina y tanto más creación cuanto más alta se pose. Así, por ejemplo, el Código de Comercio es máquina con respecto al orden jurídico, el orden jurídico es máquina para el orden político, el orden político es máquina para la moral, la moral es máquina para la religión, la religión para la mística: aunque cada una de estas máquinas sea (diferentemente) viva; y normalmente todas se compenetren. Toda ruptura de una máquina viene en el fondo de una desconexión con el orden superior y se cura sólo con una nueva información por él. Si este teorema es verdadero ( y bien entendido, sí lo es) la profunda rotura argentina que denuncian angustiosamente los dos alegatos (los cuales denuncian solamente cínicos robos de dinero, lo menos grave pero lo más brutalmente visible) sólo tiene una compostura, y ésta es de raíz religiosa.
Dirán que lo digo porque es mi oficio. No. Lo dice Manuel A. Fresco que es de oficio (o de vocación) gobernante, en el tercer libro, que en título y forma modesta constituye un buen diagnóstico y pronóstico de nuestros males, hecho por un médico de los ferrocarriles británicos y ex gobernador de Buenos Aires. Si conocerá la enfermedad y el enfermo. Y esto es (me parece) el mérito propio de este libro titulado: Conversando con el pueblo, la impronta de la experiencia personal en los tópicos de la crítica al liberalismo. Esa crítica es viva hoy en día entre nosotros por medio de una falange de escritores —prácticamente todos los escritores políticos de mérito que han dado las generaciones del 900. Eso me parece promisorio para el país: yo lo llamo “la etapa de la inteligencia”.
De poco vale que la Iglesia condene al liberalismo si la inteligencia católica no reacciona contra él, Si tragas una onza de hipoclorito de amonio, puedes tomar después leche a mares que no vas a sanar antes que el organismo segregue medio océano de antitoxinas. Si le pica una yarará usted va a sanar con suero butámtan, pero donde mordió le va a quedar un hoyo. Entre nosotros ha comenzado por cinco partes a la vez la raedura del liberalismo.
En Europa donde nació, el liberalismo tuvo crítica coeva. El conde De Maistre y el vizconde de De Bonald levantaron altas voces proféticas de acento religioso, aunque apoyadas en una teología poco sólida, apenas las utopías políticas de Montesquqieu y Rousseau impulsadas por el sarcasmo disolvente de Voltaire tomaron cuerpo en hechos sociológicos. Después en Italia los filósofos y juristas Liberatore y Taparelli D'Azeglio tomaron a su cargo el desmenuzar los nuevos errores con paciencia y pesadez escolástica. En España la recia cohorte encabezada por Donoso Cortés y el Filósofo Rancio y prolongada hasta Pereda y Menéndez y Pelayo por Nocedal, Aparisi, Balmes, Tamayo, legó a la Madre Patria un cuerpo de sociología católica completo y solidísimo, del cual viven hoy entre nosotros los pensamientos de César Pico, Llambias, Palacio, Sánchez Sorondo (h.), Sáenz Quesada, Vicente Sierra, Oliver, Steffens Soler, Pepe Rosa, Laferrere y otros, aunque la mayoría de estos jóvenes fueron despertados a la tradición católica primero por los choques de la experiencia y después por la vulgarización brillante de la escuela política neopositivista francesa, de que Maurrás, Sorel y Taine son las cimas: heterodoxos que arriban a las conclusiones católicas por vía empírica y de un modo no siempre del todo intemerado.
Pero una vez saltada la chispa, el joven pensamiento argentino se orientó rápidamente y se equilibró en la ortodoxia tradicional, con pocas excepciones (Scalabrini, Astrada, Pallarés Acebal). Sin embargo, toda esta crítica inteligentísima del liberalismo se resiente aún de la falla de uno o dos eslabones que fueron los católicos del 80, ninguno de los cuales estuvo exento de error y de ilusión (empezando por Estrada, ensopado de progresismo), lo cual hizo de la lucha contra las leyes laicas en 1890 aquella lamentable intentona frustrada y fracasada que conocemos, o mejor dicho adivinamos, ya que su historia exacta no existe todavía —con perdón de la monografía de Isaac R. Pearson, que no es más que un bosquejo.
Esta nueva y promisoria crítica del liberalismo, que es del todo necesaria para plasmar una restauración nacional simultánea, adolece de un carácter fragmentario y ensayista, hecha casi toda entre los afanes del periodismo y las exigencias de la acción: aunque los principios están todos allí en el fondo, con integridad milagrosa. Dado que el liberalismo no se importó a la Argentina en forma de doctrina (Sarmiento era nulo filósofo) sino en realizaciones, aplicaciones, conclusiones y programas, su crítica actual toma de buena gana la forma histórica más bien que dialéctica, a lo cual invita también el terrible y manifiesto fracaso práctico del régimen liberal en todos los órdenes nacionales, desde la enseñanza hasta la economía. El problema candente y concreto de la apreciación de Rozas fue el punto de ataque: donde Ibarguren, Ithurbide y Gálvez abrieron una brecha definitiva. Por esa brecha entró el descubrimiento de la oligarquía argentina, hecho por los hermanos Irazusta, es decir, de la continuidad histórica de una cadena de errores político-económicos de raíz a la vez ideológica y social, encarnados en una postura de extranjerismo servil, que es lo que llama “La Prensa”: la tradición liberal argentina.
El tercer descubrimiento fue hecho por Ramón Doll: la discriminación apasionada y fulgurante de los instrumentos de la entrega nacional al extranjero: prensa colonial y juristas amañados.
El cuarto descubrimiento, de importancia vital, se debe a Bruno Jacovella, y puede llamarse: la vía del remedio, la iluminación revolucionaria de las masas y la necesaria agitación política dirigida a las clases proletarias.
El quinto descubrimiento es la fealdad del liberalismo, que los complementa y resume todos, la reacción del sentimiento moral, que es afín del sentimiento estético, lastimado en Lugones, Steffens Soler, Obligado, Anzoátegui, Laferrere, Eduardo Muñiz, etc., cuya expresión primera fue el libro de Ernesto Palacio, Catilina, que vulgariza en forma inteligible todos estos temas abstractos y los corporiza en una especie de gran parábola política de alta originalidad y elegancia.
Se podría añadir una sexta descubierta, la de Scalabrini Ortiz, a saber, la del mecanismo económico perfectamente tramposo y esquilmatorio, en el cual está sólidamente injerta y sustentada esta herejía antinacional. Pero es preferible considerar las laboriosas y poderosas monografías con escapadas de profeta político del tesonudo patriota como una demostración “por la causa material”, así como la alegoría de Palacio pretende ser una prueba “por la causa eficiente”. Voluntariamente restringido a un punto, el raciocinio de Scalabrini Ortiz gana en vigor lo que pierde en comprensión; y sus estudios sobre los Ferrocarriles y la Diplomacia británica se parecen a tapices explorados del revés con el instrumento insobornable de un tacto doloroso.
Todos estos tópicos han sido armonizados por medio de la impronta de la ecuación personal por el doctor Fresco en una serie e conferencias donde el nombre de Dios sale muchas veces y está presente siempre, conforme al precepto tradicional de la Pampa bonaerense: “¡Nómbrese a Dios!”
De buena gana resumiríamos la mejor de ellas, Problemas de la educación popular; —pronunciadera (y prohibida) en Córdoba—, donde más campea la experiencia del gobernante al lado de las flameantes ideas donosocortesianas de José Manuel Estrada. Baste decir que constituye un gran plan de progreso y enderezamiento escolar, con algunas concesiones a la oportunidad política y a la idiosincrasia del (pensado) auditorio Este hombre tiene indudable vocación política. La vocación política en la Argentina de hoy, es una cosa seria.
Tengo la idea de que existe hoy día una vocación cuasi religiosa en el amor verdadero de la Patria; tesis que Santo Tomás no rechazaría y la Iglesia canonizó en Juana de Arco (heureux ceux qui sont morts pour sa terre charnelle).
La razón sería que amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma, cosa que no se puede hacer más que por amor de Dios. Tengo la impresión vivida (y corríjame si me equivoco) de que para muchos argentinos varones el único camino que nos queda a la vida eterna (hablando existencialmente como dicen) no es sino la pasión vigorosa y actuante del procomún argentino, conscientemente abrazada en fe y esperanza. ¡Oh Dios, así nos hicistes... o nos hicieron! Nacidos en este siglo, hijos de la Laica, el desorden liberal respirado desde la cuna, Dios alejado del ambiente étnico y confusas todas sus imágenes, desnutridos mentales, herederos de profundas taras educacionales, no se ve quien nos pueda arrancar del légamo espiritual que nos succiona, aumentado a veces por lamentables claudicaciones personales, fuera de la aceptación del heroísmo civil doloroso, la furia de una gran pasión guerrera y varonil. Dios lleva al hombre por muchas vias, no muy llanas a veces, y no siempre las más llanas son posibles o seguras a todos. En otros tiempo la Iglesia juzgó que derramar sangre de paganos y matar moros, como decía el españolísimo realismo de Manrique, tan podía ser un ideal religioso que era receptible de los tres votos monásticos, los que constituyen el máximo renunciamiento al mundo y aproximación de Dios; y de esta idea nacieron las órdenes militares. Los tiempos no eran peores que los nuestros, la Iglesia era la misma: sólo que hoy día no se trata ya de matar, sino más bien de hacerse matar en silencio o exponerse a morir de fatiga o asco.
Esta es una impresión mia. Pero tengo otra impresión más clara aún: que si bien existe una mística de la Patria, no todas las místicas son buenas, porque existen falsas místicas, y no hay cosa más peligrosa para el alma: existe el peligro de hacer con el impulso generoso que nos lleva a la línea de fuego, un idolo terreno puesto en lugar de Dios. El Papa ha denunciado el tinte peligrosamente idolátrico de muchos movimientos políticos modernos.
En un artículo de la revista “América”, el principio de esta guerra, Hilaire Belloc la denunció de guerra religiosa, probando su idea con el aserto de que las naciones europeas se habían creado ídolos temibles, el ídolo del Estado (Júpiter), el ídolo del dinero (Plutón), para adorarlos en vez del Dios crucificado que hizo a Europa.
Si el movimiento fascista italiano fracasa (cosa que está por verse) nadie me quitará de la cabeza que ese poderoso movimiento moral antiburgués ( noi siamo contro la vita cómmoda) padeció escasez grave del fermento religioso católico.
Preguntará alguno por qué leo libros políticos y escribo en un diario político, si por ventura eso es necesario para bautizar o confesar. A mí en Roma me han dado un titulo de maestro. Yo no soy divulgador de fórmulas remanidas, yo soy un doctor en Teología, o sea un hombre que debe ver la Teología en la realidad y no sólo en los libros —si quiere salvar su alma—. Y hay algo peor. A causa de la obsesiva imagen de un hombre maniatado y vestido de blanco, de pie frente a un Procurador de Judea, me enternece todo hombre que por decir la verdad marche preso.
(Leonardo Castellani, Cabildo, 29 de agosto de 1943)
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