Leonardo Castellani: La guerra (Cabildo, 1 julio 1944)

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LA GUERRA

“No me importa quién gane la guerra. Yo ruego todas las mañanas que gane la guerra Dios” —dijo el Católico Primero, sorbiendo con finura un trago de horchata. 

—¡Eso mismo! —contestó el Católico Segundo— y como sabemos que todas las guerras las gana necesariamente Dios... 

—En efecto —dijo el Católico Primero—. Y poniéndose los dos un par de sobretodos y un par de bufandas, se lanzaron con arrojo al helado ambiente de la calle Corrientes. 

Aquí bay un grave error racionalista, ojo. Dios no gana ni pierde guerra alguna, pues dice la Escritura que “Dios no inventó la guerra”. Quien las gana o las pierde es la Humanidad, la cual es hija de Dios. La Humanidad tiene su esencia propia y su vida propia; que no es inmortal, aunque es muy larga. Las guerras son enfermedades de la Humanidad. Nos interesa a nosotros quién ganará la guerra, por que según quien sea, la Humanidad saldrá con salud, o quedará enferma, o pillará una enfermedad mayor. Y encima, si no hacemos penitencia a tiempo, nosotros podemos ser eliminados como células displásicas. Esa es la teoría católica verdadera.  

El libro de Cronin Las Llaves del Reino, es un libro católico, digan lo que quieran. Será un libro católico escrito para protestantes, y con frases sueltas que fuera del contexto artístico suenan como protestantes, ¿y qué hay con eso? Los sermones más famosos de los santos no han sido hechos para los buenos católicos, sino para los infieles. ¡Que se embromen los católicos si leen cosas que no deben leer! 
Por boca del Padre Francisco, Adalberto Cronin maldice la guerra, y reprueba con inflamado celo a los sacerdotes que bendicen cañones. 

Bien es verdad que en seguida es obligado para defender su grey a meterse él mismo en guerra, porque no es pacifista por impotencia. Pero no importa; no es lo mismo bendecir que pelear. Uno pelea porque no puede menos; uno bendice queriendo. Bien, la Iglesia no bendecirá cañones nunca más hasta el fin del mundo. Me parece que se está viendo ya ese nuevo movimiento instintivo de la Iglesia de Cristo. Antes bendecía las espadas; eso era otra cosa. Las espadas tenían una cruz y el que las llevaba hacía los más solemnes juramentos de no sacarla sin razón, ni envainarla sin honor. 

En aquel tiempo se hacía caso de los juramentos; y el que los despreciaba, tenía quien le pidiese cuenta. Existía una cosa que se llamaba el honor del soldado, la caballería. 
La idea era que el soldado de suyo estaba al servicio de la justicia, lo cual es más que estar al servicio del Estado; digo del Estado dominado por las fuerzas económicas. Todo eso puede volver; y volverá si el mundo occidental debe salvarse. El ideal de nuestra vida es afanar para que eso vuelva. 

Después de la Gran Guerra del 14 se reunió en Friburgo un grupo de teólogos católicos, y después de mucho estudio opinaron que ninguna guerra moderna es justa. Por lo menos no se puede saber con certeza si es justa o no; tanto es el oscurecimiento de las mentes, las mentiras de la propaganda, y el haz de motivos entreverados que intervienen en estos grandes conflictos. Esta no fue declaración oficial de la Iglesia, pero no es cosa despreciable, Al empezar esta guerra, el jesuita Corbishley, redactor de la revista “Month”, declaró solemnemente que esta guerra “no era una cruzada sino una catástrofe”. 

Fué a la cárcel posiblemente; pero se sacó el gusto de decir una verdad, gusto que a lo mejor él sentía como un deber. Lo mismo dijo el insigne doctor católico Belloc. De modo que si lo llevan a un cura a bendecir tales o cuales cañones, él cree estar bendiciendo a la patria o al soldado desconocido, desde luego; pero a lo mejor está en realidad como aquel que creyó bendecir una fábrica de mallas y estaba bendiciendo un contrabando; y el otro que creía bendecir una fábrica de gomas y se convenció que es peligroso bendecir todo lo que le pongan a uno por delante. El pueblo se fija ahora en estas cosas, no hay nada que hacer; y eso no lo tenemos por mala señal. Días pasados sucedió en Inglaterra que pusieron en el vitral de una capilla del Hamptonshire la imagen de un acorazado, y los fieles se levantaron pidiendo el retiro del monstruo bélico del recinto sagrado. Todo eso es buena señal. También la suspensión de ese cura polaco Olemanguis que fué a Rusia a hacerse el vivo, no es mala seña. 

Yo no sé si Dios quiere resueltamente conservar lo que llamamos la civilización, o sea, la actual cultura occidental. 
Podría no. Sabemos que de hecho Dios ha aventado naciones, imperios y razas enteras de un revés de la mano, y se ha puesto a construir de nuevo con otros materiales. Ese es el significado de la leyenda del Diluvio. Las florecientes cristiandades del Africa y del Asia Menor, madres de un San Cipriano y un San Agustín, desaparecieron del mapa. 
¿Quién puede jurar que Dios no dejará que se vaya al demonio la raza blanca con su democracia, su neomalthusianismo y su cristianismo adulterado; y que no se le antoje construir con la raza amarilla la famosa Nueva Cristiandad cuyos planos dibujó prematuramente Jacques Maritain? Sabemos por los sabios que Dios se tomó unos cuantos millones de años para decidir si unos animalitos llamados ammonites valía la pena hacerlos evolucionar a formas superiores o dejarlos. Un día parece que se cansó: y los suprimió del todo. Los ammonites del plioceno podían vivir ahora perfectamente con nosotros, simpáticos molusquitos. No ha quedado uno solo para muestra. 

Asi, pues, nadie sabe si Dios querrá salvar esta civilización, o hacer otra. Una cosa es segura: que si se ha de salvar, solamente puede ser por una vuelta rotunda a las raíces de donde brotó: a su Tradición, que comprende en sí la religión católica. No al llamado cristianismo, o sea, la mezcolanza de sectas y herejías que ahora existen en el mundo, el cristianismo de esa oración del presidente Roosevelt que nombra a Dios con una irreverencia que horripila, y era mejor que orara en silencio y no por radio. 

El cable nos cuenta (y puede que sea cierto) que los civiles bombardeados quieren linchar a los pilotos enemigos que caen en paracaídas; y a duras penas se puede evitar. 
¿Y por qué se debería evitar? ¿Por qué ahora ya están indefensos? También lo estaban los civiles a quienes ellos un momento antes confitaban desde arriba. Tan atroz es una cosa como otra. Pero nosotros daremos la razón por qué se debe evitar, que no es la que da “Libre Palabra”. Es una razón católica, no vuelvas mal por mal. Si el otro me hace una porquería, y yo le devuelvo la misma porquería, soy tan puerco como el otro. Es claro que a veces uno no puede más; pero eso es debilidad, no es cristianismo. Absorber cuanto sea posible el mal para devolverlo en bien, eso es la penicilina de la farmacopea de Cristo: y es lo único que puede parar la septicemia de las guerras. La vieja leyenda cristiana de la madre que asiló al embozado asesino de su hijo; y cuando lo reconoció no quiso entregarlo a causa del honor de la hospitalidad, es un símbolo de esto que digo: 

    —Matador del bien que lloro, 
    ¿Tenéis madre? El dijo: —Sí. 
    —¿Y la amáis mucho? —La adoro. 
    —¿Y ella a vos? —Soy su tesoro. 
    —¡Como el muerto para mí! 
    —Tomad, señora, esta espada... 
    —¿Para qué? —Pasadme el pecho, 
    Que os reconozco agraviada... 
    —¿Y remediaré vengada 
    El daño que me habéis hecho? 

Dice Aristóteles que cuando el hombre quiere ser malo, es más malo que diez mil animales juntos. Contra el hombre 
que se pone por debajo del animal, sólo hay el Hombre que se pone por arriba del hombre. 

Esta terrible irrupción de la violencia en la tierra, que es el segundo acto de la guerra del 14, de suyo es interminable, por ser demasiado humana. Sólo la pueden terminar, combinados, el heroísmo de espada de los héroes y el heroismo de yunque de los santos. 

(Leonardo Castellani, Cabildo, 1 de julio de 1944). 

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