Leonardo Castellani: Democracia (I y II) (Cabildo, 9 enero / 9 febrero 1945)

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DEMOCRACIA 

        I

Los amigos de la democracia están contentos, porque el Papa ha hablado de la democracia También están contentos los amigos de la demagogia, que aquí en este país se llama democracia. También están contentos los que no son amigos, pero les conviene aparecer como amigos de la democracia. También están contentos los republicanos españoles, que se creen muy democráticos porque le cambiaron el nombre al Paseo Real de Madrid y le pusieron calle de la República. 
Los únicos que no están contentos son los nazis (que en la Argentina son una ínfima minoría) que quería que el Papa hablase de la monarquía. Pero el Papa habló también de la monarquía. Dijo que la vera democracia puede existir tanto en una monarquía como en una república. ¡Qué cosa extraña! 

En la Argentina hay siete democracias, o cosas que se le parecen: Primera, la democracia real, de la cual habló el Papa, representada modestamente (entre otras cosas) por el diario “Cabildo”, que lo suspenden ocho días y el gasto resultan pagándolo los lectores, porque resale aumentado a 0,10. Segunda, la “denmegracia” de los politiqueros, suspendida actualmente por más de ocho días. Tercera, la “demosgracias” de los mercaderes, que se aprovechan de todo régimen político débil, como lo era el nuestro, para hacer sus grandes baraterías. Cuarta, la “dimocracia” de la masa humilde, que llama “dimocracia” al amor al pueblo, lo cual no es democracia sino caridad divina y santidad pura, que muy pocos tienen. Quinta, la “delegrasa” de los demagogos, que contrahacen esa caridad divina para embaucar al pueblo y llevarlo tras de sí. Sexta y séptima, las ha puesto en un artículo de “Criterio” monseñor Franceschi. 

Me dicen que me toca a mí comentar el Sermón del Santo Padre, aunque diga lo mismo que monseñor Franceschi; total, por mucho trigo no hay mal año. Les voy a dar la definición de Santo Tomás, la teoría de Suárez y el panfleto de Russeau, seguidos de una aplicación práctica a la República Argentina. A la obra: 

Cuando vivía el gordo Tomás de Aquino (ya pasó tiempo desde entonces), el mundo estaba gobernado por reyes, que aparentemente tenían todos los poderes, pero en realidad estaban naturalmente controlados por tres grandes instituciones: la Iglesia, que representaba la religión; la Universidad, que representaba el saber; y las Corporaciones, que representaban el trabajo. 

El Rey bajo el cual trabajó Santo Tomás de Aquino, era un santo. Por eso Santo Tomás fue gordo, siendo así que todos los otros santos son flacos; porque da gusto trabajar a la sombra de un Rey santo. El Rey San Luis tenía todos los poderes para hacer el bien, y ningún poder para hacer el mal; el cual no quería hacer, por supuesto; pero aunque quisiera, no podía. En su tiempo progresó la cristiandad, se hicieron grandes obras públicas y se hizo para el pobre justicia seca. Viendo esto, subió un día a la cátedra el gordo Tomás de Aquino, y soltó la siguiente definición de la democracia: 
“Miren; el mejor régimen de gobierno para una nación es el más fuerte que esta nación puede soportar en un momento dado. Porque puede ser que un régimen teóricamente el mejor, sea malo para este pueblo X, por su falta de virtud o de disposición. Ese problema práctico pertenece al estadista, al hombre que tiene visión política práctica, y está metido en el berenjenal de los negocios públicos; no a nosotros que somos profesores. Pero siempre será verdad que de suyo el mando siempre es mejor en uno que en muchos. 
“Pero teóricamente hablando, el régimen de gobierno es óptimo cuando el poder está en manos de un solo hombre (monarquía), rodeado de un equipo de gente virtuosa (aristocracia), al cual equipo toda familia que lo merezca pueda llegar por sus pasos contados (democracia). A esto lo llamo yo gobierno mixto
Porque dado lo que es actualmente el animal llamado hombre, el gobierno es más suave y lleva más vista a conservarse, si todos los ciudadanos o la mayor parte de ellos pueden participar en él en la medida de sus méritos. Y a esto le llamo verdadera democracia. 
“Pero ¡ojo al cristo que hemos dicho: en la medida de sus méritos! ... Y aquí está la mayor dificultad de este gobierno, por no haber cosa más difícil que medir y hacer justicia al mérito; y no hay cosa más mandona que los tíos que justamente no tienen mérito para mandar ni siquiera en Su casa. Y aquí está el gran peligro de la demagogia.” 

Esto fue más o menos lo que entregó a la meditación de los políticos el fraile retacón e iluminado, nieto de reyes, conforme lo estoy traduciendo estos mismos días de la Suma Teológica. Lo que añadió a esto el jesuita Suárez, que no hizo sino explicarlo y aplicarlo a su tiempo; y lo que fabricó con todo ello el paranoico Rousseau, que compuso con ello un panfleto más explosivo que fulminato de mercurio, no me alcanza el espacio para bosquejarlo. Baste decir que eso fue lo que dijo el Papa el otro día, a lo cual se adhirieron en seguida tanto tirios como troyanos; porque lo que dice el Papa, cuando llega a esta tierra, se convierte en una capa de la cual cada cual puede hacerse un sayo. 

¡Cuando! vamos a llegar en esta tierra a un gobierno que responda al esquema del Santo Doctor, si hay alguno que sea profeta, que salga y lo diga. El gobierno de un varón solo, que tenga poder incluso para frenar a los mercaderes y hacer justicia suprema, mucho más suprema que la misma Corte Suprema por un lado; y por otro lado esté impedido de hacer tiranías, por la existencia de grandes instituciones naturales que representen al pueblo en sus esencias reales; y donde tenga abierto acceso el pueblo, cada uno en la medida de sus méritos; eso es la verdadera democracia. 
Y eso no lo tenemos ahora, no lo hemos tenido nunca, y nunca lo tendremos, a no ser que lo haga Dios mismo; pero no Dios solo sino mal acompañado de todos nosotros. Porque a la Sabiduría de Dios le gustan las malas compañías, de acuerdo a aquello que dice: “Mis delicias son andar con los hombres”. 

En cuanto a ¿cómo va a acabar todo esto? Ustedes no se preocupen que en “Cabildo” se lo vamos a avisar cuando llegue el momento. Mejor que acabe sorpresivamente, como dicen que va a acabar la guerra, según las más fundadas profecías. Porque los diversos expedientes propuestos actualmente por la voz pública no satisfacen mucho. A saber: 

1º Si esto acaba en elecciones con fraude, entonces la revolución se hizo solamente para matar al viejito Castillo, que era un buen tipo. 

2º Si esto acaba en elecciones sin fraude, que son como guiso de liebre sin liebre, entonces retrocedamos todo el proceso al año 1913, y a los tiempos de Menchaca e Indalecio Gómez. 

3º Si nombran Regente al Arzobispo, como en Grecia, no resulta; porque aquí los curas no se meten en política y en Grecia se meten demasiado. 

4º Si nombran Regente a la Suprema Corte, como quería Ducó, con lo que sabemos de la Suprema Corte, es como nombrar capataz de estancia al fantasma Benito. Para eso, mejor fuera nombrar derecho viejo Presidente de la Nación a don Benito Nazar Anchorena, que también es buen tipo, según creo. 

5º Mi opinión personal, con toda sinceridad, es que debe quedarse el general Farrel hasta que el cielo no disponga claramente otra cosa; si es posible hasta que tenga biznietos, o al menos hasta que en el diario podamos cocinar bien la candidatura de uno de nuestros tres directores. 

Y además habría que trasladar a Mar del Plata la capital de la República y todas las redacciones de los diarios. Y dar más bonos de nafta. 

        II

El afrentoso diario llamado “la Razón”, que debería llamarse “La Ración”, ha dado cabida en sus columnas apátridas a un cruce de solemnes parlamentos políticos póstumos de dos ex jefes rojos españoles de triste memoria. 
El psicólogo puede aprovechar esos documentos (desde luego inútiles y nocivos para el pueblo argentino) para estudiar en ellos el vicio de la vanidad y de la ambición, el error de la mentalidad racionalista, y el fenómeno de la inconsciencia moral. Pero, el pueblo puede aprender allí a discernir el error llamado democratismo, hijo de la  herejía liberal, que es un peligroso estribillo (slogan) de nuestro tiempo, y la más poderosa de las armas de la Ciudad del Hombre. Está expresado por Indalecio Prieto al final de su alegato con estas palabras: Nosotros no somos facciosos: fueron y lo son los franquistas. La soberanía del Estado radica en sus órganos constitucionales ; y el modo de ejercerla lo indica el pueblo en las urnas. Este dogma de la herejía liberal va derechamente contra el principio católico de la filosofía política. “La soberanía del Estado viene de Dios por medio de la naturaleza humana; y el modo de ejercerla lo indica el pueblo por varios medios posibles, más o menos perfectos, de los cuales el más imperfecto son las urnas”. 

Querer sustituir un papel quizá amañado por ideólogos, y una urna quizá cargada por vivillos, a las grandes raíces naturales y providenciales del poder, ése es el absurdo del democratismo que engulle en grandes dosis la tragadera del ignorante de hoy. Levantemos contra él la verdad del principio aristotélicotomista. 

Este principio está en las obras del gran teólogo español Francisco Suárez, singularmente en su gran panfleto llamado La Defensa de la Fe, escrito contra el absolutismo del Rey Jacobo I de Inglaterra, el hijo de María Estuardo, que pretendió fundar teológicamente en su Obra De Jure Regio el llamado “derecho divino de los reyes”. La doctrina del apóstata coronado era la siguiente: “La autoridad social baja de Dios. El Rey es el depositario directo de esa autoridad. Nadie juzga al Rey en este mundo, ni el pueblo ni el Papa, sino sólo Dios. Toda rebelión es por lo tanto pecaminosa, injusta y sacrílega. Todo aquel que no reconoce esta doctrina, aunque sea por principios religiosos, es un perturbador del orden social, y debe ser castigado; lo cual justifica la llamada persecución religiosa y los ajusticiamientos infligidos a los católicos por Lord Cécil y nuestra regia antecesora Isabel, la Reina Virgen”. 

El libro del jesuita español que negaba y refutaba estas proposiciones, fué inmediatamente prohibido; no sólo en Inglaterra, donde su posesión equivalia a una sentencia de muerte, sino también en las demás Cortes protestantes, y aun en París, donde fue públicamente quemado por decreto del Parlamento. Es en honor de la Monarquía española del siglo XVI, a la cual la leyenda negra ha intentado pintar como teocrática y absolutista, el que esta obra inmortal se haya escrito no sólo con su permiso sino directamente bajo su protección. En efecto, el General de los Jesuitas había prohibido tocar ese tema, justamente intimidado por las amenazas de las Monarquías de Europa, que bajo el influjo de la Reforma se volvían absolutistas y totalitarias; pero el Monarca español no dio curso a esa prohibición, y el teólogo granadino no se consideró ligado por una ley no promulgada (o quizás por él ignorada) y plantó en ese volumen de latín un poco ampuloso los fundamentos últimos del derecho político moderno; entre los dos extremos de la exageración del cesarismo teocrático y la corrupción del democratismo demagógico, que había de ser formulado poco después sucesivamente por Grotius, Hobbes, Locke y Rousseau. 

Suárez enseña —y detrás de él Santo Tomás, San Agustín y toda la tradición cristiana hasta los Apóstoles—, que la autoridad baja de Dios, desde el momento que la naturaleza humana es forzosamente societaria y no puede existir sociedad sin autoridad; pero que el depositario de esa autoridad no es directamente el Rey ni el Rey solo, sino todo el cuerpo social organizado con el Rey incluso; porque la naturaleza humana está en todos los hombres y no en el Rey sólo. De modo que una cosa es que el Rey legítimamente nombrado deba ser obedecido, “como quien obedece a Dios y no a solos hombres”, conforme al Apóstol; y otra cosa es que el nombramiento del Rey venga inmediatamente de Dios, pues no viene sino mediatamente mediante el pueblo, por algún modo de constitución, contrato, elección, evolución política natural o simple asentimiento, explícito o tácito, que es el caso más común, natural y sólido. Cualquiera sea la forma de gobierno que rija entre las lícitas, esa fórmula, que representa lo que nuestra Constitución llama gobierno representativo, ha de verificarse; pero es menester Saber que las formas de gobierno lícitas son muchas según la necesidad de cada pueblo, no excluida la dictadura; pues pueden darse pueblos carentes de virtud y tan desordenados, dice San Agustín, que por lo menos transitoriamente necesiten para ser reducidos a orden racional alguna manera de despotismo no cruel como el del tirano, sino severamente amante como el despotismo de la madre con el niño chiquito o el despotismo del padre con el hijo enfermo y frenético. 

Que esta doctrina cristiana haya sido corrompida por la filosofía protestante y después por la pasión libertaria de un Rousseau para convertirse en el democratismo contemporáneo —en el derecho a la rebelión continua, en la falsa representación del pueblo, y en la mojiganga de las elecciones falsas—, eso constituye otra historia para otro día, porque ahora viene la aplicación de la primera a la Argentina, Atención. 

El cura de Dionisia es un honradote alemán, ex misionero de Australia y el Camerún, que todos los domingos hace a los veraneantes una sólida e interesante homilía terminada por este párrafo: “Ahora fiene una puena aplicación a lo presente”; y en ese momento se levantan y salen de la iglesia varias señoras y señoritas, que aman las doctrinas generales, pero no las aplicaciones. Eso pasó con mi artículo anterior sobre la ---democracia. 

Se escandalizó espantosamente un colega que no firma, pero que creemos es el profesor Malvaggía, porque dijimos que Si Dios no dispone claramente otra cosa, que lo dejasen a Farrell hasta que tuviese bisnietos... Más vale malo conocido... Pero el profesor Malvaggia parece ignorar ese refrán y carecer del sentido del humor. 

Añadiremos, pues, para satisfacción de todos, que para eso es menester que este gobierno se transforme de algún modo en representativo, no sólo del ejército, sino de todo el pueblo. Es decir, que "las sustituciones no se produzcan como los desmoronamientos de un astro sin atmósfera, sin que trasciéndan al pueblo las causas reales”, como escribió el día 15 nuestro gran Lautaro en su gran editorial. 

El modo de esa representación no nos corresponde determinar. Pero es ¿claro que la estabilidad necesaria a todo gobierno pide con urgencia hacer: algo en ese sentido: por ejemplo, una especie de Consejo de Estado, con miembros tomados de lo mejor y más representativo del país, no revocables o renunciables a cada vuelta de mano, sino con términos fijos, retribución digna y responsabilidad neta, como los senadores. El Gobierno encontraría el apoyo de sus luces y ellos lo autorizarían delante del pueblo. El pueblo no ignora que los militares honestos, por el hecho de serlo, no entienden igualmente de todas las materias y no lo pretenden; y que un hombre solo no puede dominar con sus luces los innúmeros y complicados problemas de un Estado Moderno. 

Creemos lo que el pueblo dice: “El ejército cometerá errores de administración —como se vio en San Juan— pero jamás cometerá la felonía de entregar ocultamente el país a una potencia extranjera”. Pero todo hombre, aunque sea militar (y aunque sea Papa), es capaz de cometer cualquier pecado, incluso la traición. Y últimamente, aunque eso sea imposible en el caso presente no es el Ejército sólo todo el pueblo; y el Ejército como cuerpo no puede gobernar él solo a una nación, “porque el orden militar (como dice Santo Tomás, Summa, I parte, c. 1ª, a 5ª, ad secundum), está dentro del orden civil y lo integra a modo de parte”. 

Leonardo Castellani, Cabildo
I: (9 de enero de 1945)  /  II: (9 de febrero de, 1945). 

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