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'La pseudodemogresca liberal'
Vidente, no veas; profeta, no profetices;
Haznos más bien una buena película.
Yo le pido muy poco a mi país trascordillerano: y lo poco que me da lo agradezco desmedidamente, pues para mí es mucho; como San Pedro en la Cárcel Mamertina, que lo iban a matar y agradecía la comida que le daban. Esto respondí a un preste profesor chileno que se extrañaba de que yo “no enseñara en la Universidad Católica”. Estoy viejo para enseñar: aunque no para aprender.
Derrocar un gobierno es fácil. Más fácil es “enrocar” un gobierno o sea coronar una dama; pero harto más todavía es instituir un sistema de sucesión que entregue la autoridad —la cual viene de Dios según los curas, pero hay que entender el cómo —si no siempre a los mejores, por lo menos a varones pasablemente competentes. Mas con el sistema de la pseudogresca liberal, ello es imposible; pues ella practica una selección al revés al poner al politiquero como intermedio obligatorio entre el poder y la “voluntad soberana” del pueblo; léase, la muchedumbre, siempre decepcionada, siempre descontenta.
El politiquero es mal estadista por definición, por su función misma. Depositar el delicado y tremendo instrumento necesario a la sociedad humana y peligroso al que lo maneja, en manos de un sacamuelas, un embustero, un embaucador, un histrión vanidoso vacuno, es cosa de locos.
Todos los sistemas políticos son corruptibles, y no hay ninguno infalible: Pero el sistema de la demogresca actual es corrupto, porque yace un error en su fondo. La misma Monarquía Cristiana se corrompió; aunque duró 10 siglos y construyó Europa. La Iglesia había desinfectado el ejercicio del poder, como desinfectó con el matrimonio la otra concupiscencia. O mejor dicho, es la misma concupiscencia quizás; o sea, el desplazamiento del punto de gravedad del amor en el hombre hacia el Símismo, cuerpo o alma, en lugar de lo que está arriba del hombre. Cualquiera que sea su causa, eso existe manifiestamente, esa torción en la natura humana que no escapó ni a los ojos de los paganos Platón o Aristóteles.
No sabemos si algo como la antigua Monarquía Cristiana retornará al mundo; puede que no. Absoluta teóricamente, ella tenía cuatro topes políticos, que eran al mismo tiempo sus columnas: los Gremios, que tenían el dinero; la Universidad, que tenía el saber —y la opinión pública y el periodismo digamos—; la Magistratura, que tenía las leyes; y la Iglesia, el poder espiritual. Este germinó con naturalidad desde Luis el Pío hasta Luis XIV, pasando por Luis el Santo en Francia; durante la larga y aventurosa Reconquista en España; por evolución vital y no por un papel escrito en una asamblea de charlatanes y bautizado “Constitución”.
El mandatario supremo venía al trono con la naturalidad de la fruta al árbol a su tiempo. Los hubo de todas clases, desde el santo al malvado; pero raramente el incompetente. Cuando el malvado pasaba ciertos límites, existían medios de sacarlo, no siempre suaves. El temible instrumento estaba controlado: era visible, y unido por red de arterias y vasos capilares al cuerpo de la nación.
El más ínfimo rústico de Fuente Ovejuna o Cantinzuelos —los famosos gansos de Cantinzuelos, que le salieron al cruce al lobo—, si sufría una injusticia, pedía llegar hasta el Rey por una ramificación de canales naturales que partiendo del Párroco o del Alcalde llegaba al trono, o al confesor del Rey, o hasta el Papa mismo, o al menos hasta don Luis Quijada, ayo del Príncipe. Era una democracia.
Esta fue la sociedad que, malgrado pecados y crímenes, hizo las Catedrales y las Epopeyas, tanto las escritas como las tácitas; la que hizo las Cruzadas y la Conquista, después de haber hecho la Reconquista. No es añoranza inútil. No es tampoco idealización. Ahí están sus frutos.
Cuando eso cayó, Europa debilitada se puso a tejer —o destejer— el sistema ideal de la Razón Adulta o “Iluminada”, con el libro de un renegado neurótico como guía. La Voluntad General es soberana e infalible; el gobierno debe pues ser por “asambleas”; y como no se puede asamblear a todo el pueblo, debe hacerse una pirámide de asambleas de más en más restringidas que “representen” al pueblo, hasta cuspidear en una suprema, la “Constituyente”; pero puesto que toda decisión es una reducción a la unidad, resultó fatal en la práctica que un solo hombre decidiera —Dantón, Robespierre, Bonaparte— como antaño el Rey; porque las Asambleas, que son el régimen de los discutidores, habían llegado al más mortífero tremedal.
Todo esto se regó abundantemente con sangre —el árbol de la Libertad— para legar el bonapartismo, despótica falsificación de la Monarquía. Pero las colonias inglesas de América, monárquicas de instinto, inventaron el régimen de uno solo al servicio del Progreso… y del dinero; de uno que está a la vez solo y mal acompañado. Estaban allá arriba todavía elaborando su régimen sobre el papel: no estaba completo, y funcionaba un poco en el vacío, cuando copiaron el papel literalmente —de una mala traducción— en la infeliz cuenca del Plata. Y después lo cumplieron más o menos, más vale menos. Esta es la hora en que no funciona más.
El MERCURIO, de Santiago de Chile, dice ayer —firma Róvere—, que en la Argentina hace mucho no gobierna ¡ay! la democracia, sino los “grupos de presión” —podría haber dicho los “grupos” simplemente—; sospecho que más o menos en todos puntos del mundo democrático, incluso en “la gran democracia del Norte”, en forma patente o paliada; y sospecho que es mejor que entre nosotros la quiebra de la utopía sea patente. “Perenne frustración democrática argentina” dice don Guido Róvere; peor sería si fuera “crustación” o “crastación”.
Este truco de elegir malos gobernantes por medio de la trampa del sufragio “universal” —donde pueden votar las mujeres pero no los peronistas— y después tener que sacarlos por medio de otra trampa campomayesca— que ya ha funcionado tres veces—, es una cosa miserable para una nación que se respete o que no se respete. No nos respetan mucho en el exterior ciertamente, aunque sí más que en el interior. Esta nación no existe; desde acá (de Quillota) no ven más que la figura descompuesta de una que fue, de la cual no subsisten más que las estatuas arrogantes y pechudas en las plazas —y en las estampillas. Pero ellos aquí (en Chile) no conocen el secreto de nuestro corazón, donde ELLA existe. Siquiera sea macilenta y con los pechos secos.
Entretanto, los paisillos “democráticos” de Hispanoamérica, UNados, OEAdos, se aprestan a defender con legalismo y monetismos la Religión de la Democracia en la Argentina, si así lo dispone la Gran Tutora.
La solución concreta del problema político argentino yo no la sé ni la voy a ver, si es que al fin viene; que podría no. Sin sombra de interés personal ni nada esencial que ganar o que perder para Leonardo Castellani, el problema ha sido puesto en las manos de mi meditación, como un niño enfermo en manos de un lego en medicina. Todas las cosas deste mundo mundillo, hasta las enfermedades, han sido hechas en orden a que ingresen algún día en un libro —o en una mente mortal.
Sé por experiencia que el diablo tiene más poder en lo material que todos los medios de salvación que Dios ha puesto en su Iglesia, incluso el Santísimo Sacramento.
“Todo esto mío es, y a quien yo quiero se lo doy”. En lo político, Dios parece extrañamente más débil que su adversario. Una y otra vez las construcciones cristianas desbaratadas; aunque no sin culpa de los cristianos, eso es cierto; pero todo lo material es sólo apariencia. Cuando el diablo hace una olla siempre se olvida la tapa. El diablo hizo crucificar a Cristo, pero “en mí él no tiene parte alguna, el Príncipe deste mundo —dijo Cristo— y desde hoy mismo está vencido” (Dom-lV, p.P.).
Dios juega con trampa: tiene escondido en la manga el As de Espada, la carta de la Resurrección.
Cuando esté más oscuro, sabed que por allí amanece. Y de la Higuera aprended una comparación.
Leonardo Castellani
Tribuna, San Juan, 13 de junio de 1962.
Transcrito de 'Esencia del liberalismo' Apéndice II
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